Cuando te embarcas en la aventura de escribir una novela, piensas en el final como el momento más apoteósico. Sientes que cierras una etapa y te despides de unos personajes que han estado contigo hasta en sueños. Tu rutina a la que te has enganchado en estos últimos tiempos se va a alterar irremediablemente y sientes ante tanto cambio un vértigo indescriptible.
Por un lado, eres afortunado porque tu meta es ya una realidad y, por otro, se despiertan todos los miedos que, silenciosos, siempre te han acompañado. Ese limbo entre deseo y temor puede ser el culpable de que el final de la novela se precipite hacia un desenlace nada memorable. De verdad que es tan malo dejar de creer en tu trabajo como las prisas por querer acabarlo.